El Buscón (Descripción del Dómine Cabra), de Francisco de Quevedo
ILUSTRACIONES REALIZADAS POR LOS ALUMNOS DE 2ºH
Determinó, pues, don
Alonso de poner a su hijo en pupilaje, lo uno por apartarle de su
regalo, y lo otro por ahorrar de cuidado. Supo que había en Segovia
un licenciado Cabra, que tenía por oficio el criar hijos de
caballeros, y envió allá el suyo, y a mí para que le acompañase y
sirviese.
Entramos, primer domingo después de Cuaresma, en
poder de la hambre viva, porque tal laceria no admite encarecimiento.
Él era un clérigo cerbatana, largo solo en el talle, una cabeza
pequeña, pelo bermejo (no hay más que decir para quien sabe el
refrán),
los ojos avecinados en el cogote, que parecía que miraba por
cuévanos,
tan hundidos y escuros, que era buen sitio el suyo para tiendas de
mercaderes; la nariz, entre Roma y Francia, porque se le había
comido de unas búas de resfriado, que aun no fueron de vicio porque cuestan dinero; las
barbas descoloridas de miedo de la boca vecina, que, de pura hambre,
parecía que amenazaba a comérselas; los dientes, le faltaban no sé
cuantos, y pienso que por holgazanes y vagamundos se los habían desterrado; el gaznate largo como de avestruz, con una
nuez tan salida, que parecía se iba a buscar de comer forzada por la
necesidad; los brazos secos, las manos como un manojo de sarmientos
cada una. Mirado de medio abajo, parecía tenedor o compás, con dos
piernas largas y flacas. Su andar muy despacioso; si se descomponía
algo, le sonaban los güesos como tablillas de San Lázaro.
La habla ética;
la barba grande, que nunca se la cortaba por no gastar, y él decía
que era tanto el asco que le daba ver la mano del barbero por su
cara, que antes se dejaría matar que tal permitiese; cortábanle los
cabellos un muchacho de nosotros. Traía un bonete los días de sol, ratonado con mil gateras y guarniciones de grasa;
era de cosa que fue paño, con los fondos en caspa. La sotana, según
decían algunos, era milagrosa, porque no se sabía de qué color
era. Unos, viéndola tan sin pelo, la tenían por de cuero de rana;
otros decían que era ilusión; desde cerca parecía negra, y desde
lejos entre azul. Llevábala sin ceñidor; no traía cuello ni puños.
Parecía, con los cabellos largos y la sotana mísera y corta,
lacayuelo de la muerte. Cada zapato podía ser tumba de un filisteo.
Pues su aposento, aun arañas no había en él. Conjuraba los ratones
de miedo que no le royesen algunos mendrugos que guardaba. La cama
tenía en el suelo, y dormía siempre de un lado por no gastar las
sábanas. Al fin, él era archipobre y protomiseria.
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